
El fracaso de las políticas económicas del gobierno nacional a esta altura ya es incuestionable. Nadie en su sano juicio puede sostener que el rumbo económico y las recetas aplicadas son las que el país necesita para enderezar la economía.
Los economistas más ideologizados y los militantes menos formados carecen, además, del cinismo de los que entienden lo anterior y se embarcan en una defensa que los expone incluso más que a los que saben que es una batalla perdida. Escucharlos defender algunas propuestas es increíble, habida cuenta de que han fracasado estrepitosamente en todo el planeta.
Con la inflación desbocada -vale la pena recordar a Paula Español, la ex secretaria de comercio interior, cuando aseguraba hace más de seis meses que la inflación iría a la baja, aunque ocurrió todo lo contrario- los cráneos gubernamentales han empezado a reflotar ideas propias de latitudes caribeñas. La nueva joya del discurso oficial es que hay que intervenir directamente en el mercado de alimentos.
Envalentonados por las propuestas de un cierto sector de los movimientos sociales, la ilusión de los administrativos del gobierno es que existe la posibilidad de que los productos alimenticios se comercialicen directamente desde el productor hasta el consumidor. Eso parece posible si hablamos de algunas verduras del cinturón verde de la ciudad (que es cada vez más chico por la expansión de la mancha urbana) pero es literalmente imposible para decenas de productos.
El mercado es un mecanismo que emerge espontáneamente entre los seres humanos, un complejo sistema que procesa miles de millones de intercambios libres entre las personas, generando incentivos para que se desarrollen ciertas actividades necesarias o rentables y se abandonen prácticas ineficientes. Comprando y vendiendo la gente se va entendiendo.
Aunque el mercado puede tener fallas, los miles de acuerdos entre productores de Salta, Jujuy, Río Negro o Córdoba y consumidores de todo el país son mucho más sinceros y eficientes que lo que define con su lapicera un burócrata en un escritorio de Hipólito Yrigoyen al 250 de la ciudad de Buenos Aires. Nadie puede definir de mejor manera que la gente que depende de una actividad los mejores mecanismos para abaratar costos y bajar los precios al consumidor.
Así, el mercado ha desarrollado todo un sector de servicios que se destina exclusivamente a tratar de llegar de la mejor manera y con un producto barato a la mayor cantidad posible de gente. Con la lógica “del productor a la mesa”, ¿cuánto nos podría costar hacernos un licuado de banana con leche?¿Quién se supone que traiga las bananas desde Salta, el azúcar desde Tucumán y la leche desde el oriente cordobés? Resulta hilarante pensar que un productor de cualquiera de esos lugares se va a encargar de la logística necesaria para poner un litro de leche en un almacén de barrio Altamira o un kilo de bananas en Marqués anexo.
No se trata solamente de eso, sino también de todas las regulaciones existentes en materia de alimentos. El productor lácteo de Porteña, el que le enchufa la ordeñadora a la máquina, no puede vender su leche cruda al consumidor de acuerdo a las leyes actuales, porque la leche solamente se puede vender pasteurizada. El productor de sal de Lucio V. Mansilla, por caso, tampoco podría vender la suya porque no está fortificada con los aditivos que dicta la ley, igual que en el caso de la harina.
Lo más cercano que tenemos para acercar el productor al consumidor es Mercado Libre, una de las empresas apuntadas por los fundamentalistas del gobierno para ser desmembrada y destruida, como dicta su corazón de personas incapaces de producir valor. Su intento de competirle con una alternativa estatal -la denominada “Correo compras”- no ha dado los frutos que ellos esperaban, sino que ha fracasado como lo advirtió la mayoría.
La idea de crear una empresa nacional de alimentos puede sonar interesante en el papel, siempre que se parta de la base incomprobable de que las cadenas de supermercados excluyen los productos de sus góndolas por motivos diferentes a los económicos. Para eso ya se encargaron de poner una ley de góndolas, que los militantes de pecheras vistosas se encargan de ir a ver si se respeta, cinta métrica en mano para medir la altura de los estantes.
Tengo un amigo que tras la crisis de 2001 se fue a estudiar a Cuba. Por afinidad ideológica genuina y por la mala situación económica en el país, juntó la poca plata que tenía y se fue a la isla a especializarse en su área. La dieta, dice, era solo arroz y frijol. ¿Carne de vaca? Tres veces en tres años ¿Pollo? Alguna que otra vez. Estuvo allí tres años, soportando la precaria vida bajo el comunismo caribeño, sin renegar de ello, pero ¿cuántos podrían hacer lo mismo?.
El Estado argentino está muerto. Carece de herramientas para hacer nada, algo que el kirchnerismo sabe. Estas propuestas son apenas para mantener viva la llama de sus adherentes menos críticos, mientras los que disfrutan de sus posiciones jerárquicas en el sector público van asegurándose una vida de comer lo que quieran. Para el resto, Paicor, bolsón y un gallinero en el fondo de la casa.
Publicada en Diario Alfil

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